Escritora argentina (1920 – 1999)
Será
cuando el misterio de la sombra,
piadosa
madre de mi cuerpo, haya pasado;
cuando
las angustiadas palomas, mis amigas, no repitan
por
mí su vuelo funerario;
cuando
el último brillo de mi boca se apague duramente,
sin
orgullo;
mucho
después del llanto de la muerte.
No
acabarás entonces,
mitad
de mi vida fatigada de cantar lo terrestre.
Nadie
podrá mirarte con esa misma pena que se tiene
al
mirar un pálido arenal interminable,
porque
tú volverás, ¡oh corazón amante del recuerdo!,
a
las tristes planicies.
Serás
el mismo viento tormentoso de agosto,
huracanado
y redentor como la plegaria de un tiempo
arrepentido;
serás,
cuando la noche, esa visión luciente que responde
en
la niebla
a
una señal de oscuro desamparo;
tu
voz tendrá un sonido humilde y temeroso
porque
será el rumor doliente de los cercos
que
guardaron tu infancia,
al
desmoronarse;
y tu
color será el color del aire, dulcemente amarillo,
que
las hojas de otoño desvanecen para sobrevivir.
Detrás
de las paredes que limitan los sueños
estarán
todavía los hombres,
prisioneros
de sus mismos semblantes;
aquéllos,
los marchitos,
los
que dicen adiós con su mirada única,
a
cada nuevo paso del sombrío cortejo de su sangre,
mientras
van consumiendo su destino de arena porque
su
cielo cabe en una lágrima.
No
te detengas, no, glorioso mediodía de mis huesos.
Ellos
ven en el polvo un letárgico olvido tan largo
como
el mundo,
y tú
sabes, cuerpo mío dichoso desde el tiempo,
que
no en vano mecieron tu corazón las lentas primaveras,
que
tu pecho está unido a ese incesante aliento que
reconoce
en él una guarida
que
será necesario morir para vivir el canto glorioso
de
la tierra.
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