Escritor argentino (1935 – 2017)
Escuchame,
César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras
esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las
lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a
alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre
en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro.
Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me
acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí
también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos
eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San
Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar
a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo
entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es
chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de
pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me
llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de
flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di
vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes,
que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste
por mí, Abelardo.
Cuando hablaste
sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran
blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no
eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de
moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez
lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación,
de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también,
César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo
y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos
inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e
inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba
ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas
que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo
que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de
perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me
atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te
admiro.
No pude aguantar
tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo.
Eso era.
–Es un marica.
–Déjense de
macanas. Qué va a ser marica.
–Por algo lo
cuidás tanto…
Y se reían. Y
entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad
de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era
difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta –uno también elige–, acaba por
enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me
pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda
que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César.
Y yo dije macanudo.
–César, esta noche
vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los
muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo
dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de
todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los
árboles.
–Abelardo, vos
lo sabías.
–Callate y
entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
El marido de la
gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco
pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la
cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o
cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy
a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el
piso de tierra.
El negro hizo
punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte.
Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de
secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el
fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar
sucia.
Después, el
negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un
ojo.
–Pasa vos,
Cacho.
–No, yo no. Yo,
después.
Entró el
colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé,
salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré
yo. Y cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está
César?
No recuerdo si
grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán –un
ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos,
en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera
del rancho.
–Vos también te
asustaste, pibe.
Tomando mate
contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a
asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá
–con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía.
El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé
frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas.
Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo,
Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no
puedo.
–Volvé o te
llevo a patadas en el culo.
La luna grande,
no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de
tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara
iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear,
lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me
estaba atragantando.
–Bruto
–dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la
mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas,
todavía alcancé a decir:
–Maricón.
Maricón de mierda.
Y después lo
grité.
Escuchame,
César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas,
trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se
escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas,
confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche,
al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a
contar a los otros.
Porque aquella
noche yo no pude. Yo tampoco pude.