Manuel Mujica Lainez
Escritor argentino (1910 – 1984)
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su
juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus
ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones
resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el
hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto
pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que
esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros
de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera
costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres
famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas
estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan
en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda,
sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una
mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en
Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por
equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí,
pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital
argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los
azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son
azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe
hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de
un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón
en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con
él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego
le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la
historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo
descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los
baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso.
Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros
hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no
se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas
de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las
chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el
ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se
vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el
brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo,
de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por
lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas.
Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le
regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en
Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes
caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de
manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata
gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se
acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra
teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y
paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde
hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le
escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas,
por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en
invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo
declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el
brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el
patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los
hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca
las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras,
ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como
en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran
señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con
muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene
bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los
mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde
resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que
caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a
Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en
tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los
labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera
silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le
late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite
del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que
conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo
que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el
brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un
paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul
que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los
gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es
insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de
un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el
pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en
la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas,
mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para
cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y
al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar.
Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete
y hace una reverencia de Francia.
-Madame la Mort…
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés.
Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y
benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es
imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque
esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la
Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de
barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al
oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan
atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso
que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a
otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto
al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro,
en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y
las alegrías de las sucesiones históricas.
-Madame la Mort…
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito.
Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada
visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente
o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar.
Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los
cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los
espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su
cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos
y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va
a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma
desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la
Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El
hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente,
sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo,
sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco
minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy
aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda,
descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un
complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en
Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los
Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo
haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde,
u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce
pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las
réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan
por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una
moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la
calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió
el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze,
que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”,
y luego desaparece corneteando…
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj.
Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya
no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por
razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas,
de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay
bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y
habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras
Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las
grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies
a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes,
n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e
incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres
revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores
de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal
y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque
Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un
segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista,
bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa
la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó
retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y
mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su
adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron
que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y
plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado
coronamiento del aljibe.
-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se
persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los
campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el
destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para
en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde
que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo
rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda,
trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito.
Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de
los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como
un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo
alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y
lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de
caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la
Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el
pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la
cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se
acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al
agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa,
arrastrando los encajes lúgubres. Aún tiene mucho que hacer y esta noche nadie
volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto
entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La
enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus
tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde
se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado
del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están
desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de
histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina
legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que
quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en
que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del
Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las
puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos,
echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba
insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la
frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que
le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos
a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo
Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la
ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño.
Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada.
Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora
sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra
encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y
ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos
del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su
propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito.
Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los
encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su
tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de
los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están
ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden.
Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio,
pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio
de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su
alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a
Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita,
desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto,
con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en
una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las
lágrimas de un niño.