jueves, 12 de abril de 2018

Aromas




Me ahogo.

Y sin embargo sigo respirando un mismo aire agrio e infectado.

Un aire de espanto que huele a muerte.


Ese mismo aire de olor a agua podrida.

A piel que se pudre.

A rincón derruido y con moho.

A pasadizo de subte intransitado.

A puente sobre vías de un tren que ya no pasa.

A riachuelo cuando el riachuelo deja el río y se hace miseria.

A basura que fermenta y no es la nuestra.

A flores marchitas junto al muerto.

A sangre que se seca sobre la carne agusanada.

A ropa sucia con suciedad de años de cárcel.

A pasillo de hospital después de la hora de limpieza y
en tardes de domingo después de la hora de visita.

A inmundicia y dolor que vaga por las calles ennegrecidas y sudorosas,
territorio de la furia callada y miserable.

A oscuridad goteada de humedades humanas en esquinas de adoquines desparejos.

A sótanos deshabitados en callejones poblados de parias y dementes.

A vahos de alcohol rancio, de gargantas entumecidas de frío y de polvo de vidrio de botellas.

A moscas anidando en heridas pestilentes que supuran soledad, abandono, vejaciones.

A lágrimas rodando por mejillas de sal, deshilvanando historias de hombres en cuerpos de niño.

Me ahogo
y sigo respirando.

Es un mismo aire con olor a infierno.