Me ahogo.
Y sin embargo
sigo respirando un mismo aire
agrio e infectado.
Un aire de
espanto que huele a muerte.
Ese mismo aire
de olor a agua podrida.
A piel que se
pudre.
A rincón
derruido y con moho.
A pasadizo de
subte intransitado.
A puente sobre
vías de un tren que ya no pasa.
A riachuelo
cuando el riachuelo deja el río y se hace miseria.
A basura que
fermenta y no es la nuestra.
A flores
marchitas junto al muerto.
A sangre que se
seca sobre la carne agusanada.
A ropa sucia
con suciedad de años de cárcel.
A pasillo de
hospital después de la hora de limpieza y
en tardes de
domingo después de la hora de visita.
A inmundicia y
dolor que vaga por las calles ennegrecidas y sudorosas,
territorio de
la furia callada y miserable.
A oscuridad
goteada de humedades humanas en esquinas de adoquines desparejos.
A sótanos
deshabitados en callejones poblados de parias y dementes.
A vahos de
alcohol rancio, de gargantas entumecidas de frío y de polvo de vidrio de
botellas.
A moscas
anidando en heridas pestilentes que supuran soledad, abandono, vejaciones.
A lágrimas
rodando por mejillas de sal, deshilvanando historias de hombres en cuerpos de
niño.
Me ahogo
y sigo
respirando.
Es un mismo
aire con olor a infierno.