Escritora argentina (1920 – 1999)
Me
encojo en mi guarida; me atrinchero en mis precarios
bienes.
Yo,
que aspiraba a ser arrebatada en plena juventud por un
huracán
de fuego
antes
de convertirme en un bostezo en la boca del tiempo,
me
resisto a morir.
Sé
que ya no podré ser nunca la heroína de un rapto
fulminante,
la
bella protagonista de una fábula inmóvil en torno de la
columna
milenaria
labrada
en un instante y hecha polvo por el azote del relámpago,
la
víctima invencible Ifigenia, Julieta o Margarita,
la
que no deja rastros para las embestidas de las capitulaciones
y el
fracaso,
sino
el recuerdo de una piel tirante como ráfaga y un perfume
de
persistente despedida.
Se
acabaron también los años que se medían por la rotación
de
los encantamientos,
esos
que se acuñaban con la imagen del futuro esplendor
y en
los que contemplábamos la muerte desde afuera, igual
que
a una invasora
próxima pero ajena, familiar pero extraña, puntual pero
increíble,
la
niebla que fluía de otro reino borrándonos los ojos, las
manos
y los labios.
Se
agotó tu prestigio junto con el error de la distancia.
Se
gastaron tus lujosos atuendos bajo la mordedura de los años.
Ahora
soy tu sede.
Estás
entronizada en alta silla entre mis propios huesos,
más
desnuda que mi alma, que cualquier intemperie,
y
oficias el misterio separando las fibras de la perduración y
de
la carne,
como
si me impartieran una mitad de ausencia por apremiante
sacramento
en
nombre del larguísimo reencuentro del final.
¿Y
no habrá nada en este costado que me fuerce a quedarme?
¿Nadie
que se adelante a reclamar por mí en nombre de otra
historia
inacabada?
No
digamos los pájaros, esos sobrevivientes
que
agraviarán hasta las últimas migajas de mi silencio con su
escándalo;
no
digamos el viento, que se precipitará jadeando en los
lugares
que abandono
como
aspirado por la profanación, sino por la nostalgia;
pero
al menos que me retenga el hombre a quien le faltará la
mitad
de su abrazo,
ese
que habrá de interrogar a oscuras al sol que no me alumbre
tropezando
con los reticentes rincones a punto de mirarlo.
Que
proteste con él la hierba desvelada, que se rajen las piedras.
¿O
nada cambiará como si nunca hubiera estado?
¿Las
mismas ecuaciones sin resolver detrás de los colores,
el
mismo ardor helado en las estrellas, iguales frases de Babel
y de
arena?
¿Y
ni siquiera un claro entre la muchedumbre,
ni
una sombra de mi espesor por un instante, ni mi larga
caricia
sobre el polvo?
Y
bien, aunque no deje rastros, ni agujeros, ni pruebas,
aun
menos que un centavo de luna arrojado hasta el fondo
de
las aguas
me
resisto a morir.
Me
refugio en mis reducidas posesiones, me retraigo desde mis
uñas
y mi piel.
Tú
escarbas mientras tanto en mis entrañas tu cueva de raposa,
me
desplazas y ocupas mi lugar en este vertiginoso laberinto
en
que habito
por cada deslizamiento tuyo un retroceso y por cada zarpazo
algún
soborno,
como
si cada reducto hubiera sido levantado en tu honor,
como
si yo no fuera más que un desvarío de los más bajos
cielos
o un
dócil instrumento de la desobediencia que al final
se
castiga.
¿Y
habrá estatuas de sal del otro lado?
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