domingo, 9 de abril de 2017

Caminos

Caminos recorridos, caminos por recorrer…
caminos de cada día
caminos que no veré.

De piedra, tierra, asfalto
de verde hojarasca
y riel.

Caminos por donde llego
caminos por donde vendrás,
bajo un cielo anochecido
bajo el sol que amaneció.

Me alejan y me recuerdan
si por allí pasé, si no
si son puentes que nos unen

o si al final llegué.




















Otros perfiles













Horacio Quiroga 2


Escritor uruguayo (1878 – 1937)


El almohadón de plumas


Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. El, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses – se habían casado en abril – vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía en seguida.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol – producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma detención, ordenándole calma y descanso absolutos.

– No sé – le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja. -Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

–¡Jordán! ¡Jordán!–clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

– ¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte.
La observaron largo rato en silencio y pasaron al comedor.

-Pst… – se encogió de hombros desalentado su médico.- Es un caso serio… poco hay que hacer…

-¡Sólo eso me faltaba!- resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas olas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza.
No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió, luego, el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-Señor – llamó a Jordán en voz baja.-En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchas de sangre.

– Parecen picaduras – murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz – le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

– ¿Qué hay? – murmuró con la voz ronca.

– Pesa mucho – articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo.
Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca – su trompa, mejor dicho – a las sienes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no  es raro hallarlos  en los almohadones de pluma.



Alfonsina Storni 2


Escritora argentina (1892 – 1938)


Tu me quieres blanca

Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada

Ni un rayo de luna
Filtrado me haya.
Ni una margarita
Se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
Tú me quieres blanca,
Tú me quieres alba.

Tú que hubiste todas
Las copas a mano,
De frutos y mieles
Los labios morados.
Tú que en el banquete
Cubierto de pámpanos
Dejaste las carnes
Festejando a Baco.
Tú que en los jardines
Negros del Engaño
Vestido de rojo
Corriste al Estrago.

Tú que el esqueleto
Conservas intacto
No sé todavía
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!

Huye hacia los bosques,
Vete a la montaña;
Límpiate la boca;
Vive en las cabañas;
Toca con las manos
La tierra mojada;
Alimenta el cuerpo
Con raíz amarga;
Bebe de las rocas;
Duerme sobre escarcha;
Renueva tejidos
Con salitre y agua;
Habla con los pájaros
Y lévate al alba.
Y cuando las carnes
Te sean tornadas,

Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada,
Entonces, buen hombre,
Preténdeme blanca,
Preténdeme nívea,
Preténdeme casta.



La loba


Yo soy como la loba.

    Quebré con el rebaño

    Y me fui a la montaña

    Fatigada del llano.

Yo tengo un hijo fruto del amor, de amor sin ley,

Que no pude ser como las otras, casta de buey

Con yugo al cuello; ¡libre se eleve mi cabeza!

Yo quiero con mis manos apartar la maleza.

Mirad cómo se ríen y cómo me señalan

Porque lo digo así: (Las ovejitas balan

Porque ven que una loba ha entrado en el corral

Y saben que las lobas vienen del matorral).

¡Pobrecitas y mansas ovejas del rebaño!

No temáis a la loba, ella no os hará daño.

Pero tampoco riáis, que sus dientes son finos

¡Y en el bosque aprendieron sus manejos felinos!

No os robará la loba al pastor, no os inquietéis;

Yo sé que alguien lo dijo y vosotras lo creéis

Pero sin fundamento, que no sabe robar

Esa loba; ¡sus dientes son armas de matar!

Ha entrado en el corral porque sí, porque gusta

De ver cómo al llegar el rebaño se asusta,

Y cómo disimula con risas su temor

Bosquejando en el gesto un extraño escozor…

Id si acaso podéis frente a frente a la loba

Y robadle el cachorro; no vayáis en la boba

Conjunción de un rebaño ni llevéis un pastor…

¡Id solas! ¡Fuerza a fuerza oponed el valor!

Ovejitas, mostradme los dientes. ¡Qué pequeños!

No podréis, pobrecitas, caminar sin los dueños

Por la montaña abrupta, que si el tigre os acecha

No sabréis defenderos, moriréis en la brecha.

Yo soy como la loba. Ando sola y me río

Del rebaño. El sustento me lo gano y es mío

Donde quiera que sea, que yo tengo una mano

Que sabe trabajar y un cerebro que es sano.

La que pueda seguirme que se venga conmigo.

Pero yo estoy de pie, de frente al enemigo,

La vida, y no temo su arrebato fatal

Porque tengo en la mano siempre pronto un puñal.

El hijo y después yo y después… ¡lo que sea!

Aquello que me llame más pronto a la pelea.

A veces la ilusión de un capullo de amor

Que yo sé malograr antes que se haga flor.

    Yo soy como la loba,

    Quebré con el rebaño

    Y me fui a la montaña

    Fatigada del llano.



Dolor


Quisiera esta tarde divina de octubre

Pasear por la orilla lejana del mar;

Oue la arena de oro, y las aguas verdes,

Y los cielos puros me vieran pasar.

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,

Como una romana, para concordar

Con las grandes olas, y las rocas muertas

Y las anchas playas que ciñen el mar.

Con el paso lento, y los ojos fríos

Y la boca muda, dejarme llevar;

Ver cómo se rompen las olas azules

Contra los granitos y no parpadear

Ver cómo las aves rapaces se comen

Los peces pequeños y no despertar;

Pensar que pudieran las frágiles barcas

Hundirse en las aguas y no suspirar;

Ver que se adelanta, la garganta al aire,

El hombre más bello; no desear amar…

Perder la mirada, distraídamente,

Perderla, y que nunca la vuelva a encontrar;

Y, figura erguida, entre cielo y playa,

Sentirme el olvido perenne del mar.



Hombre pequeñito


Hombre pequeñito, hombre pequeñito

Deja a tu canario que quiere saltar

Yo soy el canario, hombre pequeñito

Yo soy el canario, déjame saltar

Estuve en tu jaula, hombre pequeñito

Hombre pequeñito qué jaula me das

Digo pequeñito porque no me entiendes

Porque no me entiendes ni me entenderás

Tampoco te entiendo, pero mientras tanto

Ábreme la jaula que quiero escapar

Hombre pequeñito te amé media hora

Te amé media hora, no me pidas más.



Yo en el fondo del mar


En el fondo del mar

hay una casa de cristal.

A una avenida

de madréporas

da.

Un gran pez de oro,

a las cinco,

me viene a saludar.

Me trae

un rojo ramo

de flores de coral.

Duermo en una cama

un poco más azul

que el mar.

Un pulpo

me hace guiños

a través del cristal.

En el bosque verde

que me circunda

—din don… din dan—

se balancean y cantan

las sirenas

de nácar verdemar.

Y sobre mi cabeza

arden, en el crepúsculo,

las erizadas puntas del mar.



Voy a dormir


Dientes de flores, cofia de rocío,

manos de hierbas, tú, nodriza fina,

tenme prestas las sábanas terrosas

y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.

Ponme una lámpara a la cabecera;

una constelación; la que te guste;

todas son buenas; bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes…

te acuna un pie celeste desde arriba

y un pájaro te traza unos compases

para que olvides… Gracias. Ah, un encargo:

si él llama nuevamente por teléfono

le dices que no insista, que he salido…

  

Objetos transformados


Las cosas no siempre son como parecen…

A veces, nos muestran su lado oscuro, como las personas.