La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario
entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco
hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar
felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras.
Estaba escribiendo “Cabe destacar que los señores comisarios nada vieron de
sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo consagratorio de Play Roy,
que supo sacar partido de la cancha de invierno, dominar como saeta en la
instancia decisiva”, cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias
entre su cara y la máquina, ofreciéndole el sobre.
-Esta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni
una maldita citación de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan
las elecciones ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime
con qué querés que llene la columna.
El sobre decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo
único extraño era el par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el
artículo cuando subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y contento,
casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en la última frase:
“Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace años ponemos en todas
nuestras aseveraciones. Nos debemos al público aficionado”. El negro, en el
fondo, revolvía sobres del archivo y la madura mujer de Sociales se quitaba
lentamente los guantes en su cabina de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el
sobre.
Traía una foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de
luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos,
formando gruesas franjas indecisas, como en relieve, como gotas de sudor
rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo
que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto.
Guardó la fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el
sobretodo mientras Sociales salía fumando de su garita de vidrio con un abanico
de papeles en la mano.
-Hola -dijo ella-, ya me ve, a estas horas recién termina el
sarao.
Risso la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las
arrugas del cuello, la papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño
vientre, las diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. “Es una
mujer, también ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las uñas
violentas en los dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y pulseras, el
vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los tacos interminables
tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el entusiasmo casi frenético que
le impone a las sonrisas. Todo va a ser más fácil si me convenzo de que también
ella es una mujer”.
-Parece una cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego
usted se va, como si siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo
afuera. Me dejan el material como me habían prometido, pero ni siquiera un
nombre, un epígrafe. Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No
conozco más nombres que el de los contrayentes y gracias a Dios. Abundancia y
mal gusto, eso es lo que había. Agasajaron a sus amistades con una brillante
recepción en casa de los padres de la novia. Ya nadie bien se casa en sábado.
Prepárese, viene un frío de polo desde la rambla.
Cuando Risso se casó con Gracia César, nos unimos todos en
el silencio, suprimimos los vaticinios pesimistas. Por aquel tiempo, ella
estaba mirando a los habitantes de Santa María desde las carteleras de El
Sótano, Cooperativa Teatral, desde las paredes hechas vetustas por el final del
otoño. Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas,
por las primeras lluvias otras, volvía a medias la cabeza para mirar la calle,
alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza de convencer y
ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales que había impuesto
la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había también en su cara la farsa
del amor por la totalidad de la vida, cubriendo la busca resuelta y exclusiva
de la dicha.
Lo cual estaba bien, debe haber pensado él, era deseable y
necesario, coincidía con el resultado de la multiplicación de los meses de
viudez de Risso por la suma de innumerables madrugadas idénticas de sábado en
que había estado repitiendo con acierto actitudes corteses de espera y
familiaridad en el prostíbulo de la costa. Un brillo, el de los ojos del
afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el
nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y
móvil del dormitorio del prostíbulo.
Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo
como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella,
la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía
durante las noches alargadas.
Ella imaginó en Risso un puente, una salida, un principio.
Había atravesado virgen dos noviazgos -un director, un actor-, tal vez porque
para ella el teatro era un oficio además de un juego y pensaba que el amor
debía nacer y conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar
dinero y olvido. Con uno y otro estuvo condenada a sentir en las citas en las
plazas, la rambla o el café, la fatiga de los ensayos, el esfuerzo de
adecuación, la vigilancia de la voz y de las manos. Presentía su propia cara
siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si pudiera mirarla o
palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio su farsa y la del
otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían, inseparables, signos de
la edad.
Cuando llegó la segunda fotografía, desde Asunción y con un
hombre visiblemente distinto, Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar
un sentimiento desconocido que no era ni odio ni dolor, que moriría con él sin
nombre, que se emparentaba con la injusticia y la fatalidad, con el primer
miedo del primer hombre sobre la tierra, con el nihilismo y el principio de la
fe.
La segunda fotografía le fue entregada por Policiales, un
miércoles de noche. Los jueves eran los días en que podía disponer de su hija
desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche. Decidió romper el sobre sin
abrirlo, lo guardó y recién en la mañana del jueves mientras su hija lo
esperaba en la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada a la cartulina,
antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba de
espaldas.
Pero había mirado muchas veces la foto de Brasil. La
conservó durante un día entero y en la madrugada estuvo imaginando una broma,
un error, un absurdo transitorio. Le había sucedido ya, había despertado muchas
veces de una pesadilla, sonriendo servil y agradecido a las flores de las
paredes del dormitorio.
Estaba tirado en la cama cuando extrajo el sobre del saco y
la foto del sobre.
-Bueno -dijo en voz alta-, está bien, es cierto y es así. No
tiene ninguna importancia, aunque no lo viera sabría que sucede.
(Al sacar la fotografía con el disparador automático, al
revelarla en el cuarto oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la
lámpara, es probable que ella haya previsto esta reacción de Risso, este
desafío, esta negativa a liberarse en el furor. Había previsto también, o
apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él desenterrara de la
evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor.)
Volvió a protegerse antes de mirar: “Estoy solo y me estoy
muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, en Santa María, en
cualquier madrugada, solo y arrepentido de mi soledad como si la hubiera
buscado, orgulloso como si la hubiera merecido”.
En la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente
los talones en un borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro,
agigantado por el inevitable primer plano, estaría segura de que no era
necesario mostrar la cara para ser reconocida. En el dorso, su letra calmosa
decía “Recuerdos de Bahía”.
En la noche correspondiente a la segunda fotografía pensó
que podía comprender la totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que
estaban más allá de su alcance la deliberación, la persistencia, el organizado
frenesí con que se cumplía la venganza. Midió su desproporción, se sintió
indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.
Cuando Gracia conoció a Risso pudo suponer muchas cosas
actuales y futuras. Adivinó su soledad mirándole la barbilla y un botón del
chaleco; adivinó que estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite
y no quería enterarse. Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza,
antes de la función, con cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el
sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran cuerpo indolente que él
empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que estuvieron
solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del
pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en que la única
sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Tenía veinte años y Risso
cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades de la curiosidad, se
dijo que solo se vive de veras cuando cada día rinde su sorpresa.
Durante las primeras semanas se encerraba para reírse a
solas, se impuso adoraciones fetichistas, aprendió a distinguir los estados de
ánimo por los olores. Se fue orientando para descubrir qué había detrás de la
voz, de los silencios, de los gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre.
Amó a la hija de Risso y le modificó la cara, exaltando los parecidos con el
padre. No dejó el teatro porque el Municipio acababa de subvencionarlo y ahora
tenía ella en el sótano un sueldo seguro, un mundo separado de su casa, de su
dormitorio, del hombre frenético e indestructible. No buscaba alejarse de la
lujuria; quería descansar y olvidarla, permitir que la lujuria descansara y
olvidara. Hacía planes y los cumplía, estaba segura de la infinitud del
universo del amor, segura de que cada noche les ofrecería un asombro distinto y
recién creado.
-Todo -insistía Risso-, absolutamente todo puede sucedernos
y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios
o inventemos nosotros.
En realidad, nunca había tenido antes una mujer y creía
fabricar lo que ahora le estaban imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía,
Gracia César, hechura de Risso, segregada de él para completarlo, como el aire
al pulmón, como el invierno al trigo.
La tercera foto demoró tres semanas. Venía también de
Paraguay y no le llegó al diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al
final de una tarde en que él despertaba de un sueño en que le había sido
aconsejado defenderse del pavor y la demencia conservando toda futura
fotografía en la cartera y hacerla anecdótica, impersonal, inofensiva, mediante
un centenar de distraídas miradas diarias.
La mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las
tabillas de la persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en
el aire sucio, su condición nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando
desde la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara a
la espera del descuido, del error propicio.
En la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su
blancura las sombras de una habitación mal iluminada, con la cabeza
dolorosamente echada hacia atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los
hombros por el negro pelo suelto, robusta y cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora
como si se hubiera hecho fotografiar en cualquier estudio y hubiera posado con
la más tierna, significativa y oblicua de sus sonrisas.
Solo tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por ella,
por él, por todos los amantes que habían amado en el mundo, por la verdad y
error de sus creencias, por el simple absurdo del amor y por el complejo
absurdo del amor creado por los hombres.
Pero también rompió esta fotografía y supo que le sería
imposible mirar otra y seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían
empezado a entenderse y a dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que
él iba a romper las fotos apenas llegaran, cada vez con menos curiosidad, con
menor remordimiento.
En el plano mágico, todos los groseros o tímidos hombres
urgentes no eran más que obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual
de elegir en la calle, en el restaurante o en el café al más crédulo e
inexperto, al que podía prestarse sin sospecha y con un cómico orgullo a la
exposición frente a la cámara y al disparador, al menos desagradable entre los
que pudieran creerse aquella memorizada argumentación de viajante de comercio.
-Es que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y
nunca sé, metida en esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a
verte. Quiero por lo menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te
extrañe.
Y después de la casi siempre fácil convicción, pensando en
Risso o dejando de pensar para mañana, cumpliendo el deber que se había
impuesto, disponía las luces, preparaba la cámara y encendía al hombre. Si
pensaba en Risso, evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle
pegado, haberla apartado para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa
inteligente, un comentario que la mezclaba a ella con todas las demás mujeres.
Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y frases que no había
comprendido nunca. Sin exceso de esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre
sórdida y calurosa habitación de hotel, midiendo distancias y luces,
corrigiendo la posición del cuerpo envarado del hombre. Obligando, con
cualquier recurso, señuelo, mentira crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la
cara cínica y desconfiada del hombre de turno. Trataba de sonreír y de tentar,
remedaba los chasquidos cariñosos que se hacen a los recién nacidos, calculando
el paso de los segundos, calculando al mismo tiempo la intensidad con que la
foto aludiría a su amor con Risso.
Pero como nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si
las fotografías llegaban o no a manos de Risso, comenzó a intensificar las
evidencias de las fotos y las convirtió en documentos que muy poco tenían que
ver con ellos, Risso y Gracia.
Llegó a permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el
deseo, estupidizadas por el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran
el agujero de la cámara con una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia.
Consideró necesario dejarse resbalar de espaldas e introducirse en la
fotografía, hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos impávidos
descendieran desde la nada del más allá de la foto para integrar la suciedad
del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica, las sátiras del amor que se
había jurado mandar regularmente a Santa María. Pero su verdadero error fue
cambiar las direcciones de los sobres.
La primera separación, a los seis meses del casamiento, fue
bienvenida y exageradamente angustiosa. El Sótano -ahora Teatro Municipal de
Santa María- subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego
alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el
escenario. El público se emocionaba, aplaudía o no se dejaba arrastrar. Puntualmente
se imprimían programas y críticas; y la gente aceptaba el juego y lo prolongaba
hasta el fin de la noche, hablando de lo que había visto y oído, y pagado para
ver y oír, conversando con cierta desesperación, con cierto acicateado
entusiasmo, de actuaciones, decorados, parlamentos y tramas.
De modo que el juego, el remedo, alternativamente
melancólico y embriagador, que ella iniciaba acercándose con lentitud a la
ventana que caía sobre el fjord, estremeciéndose y murmurando para toda la
sala: “Tal vez… pero yo también llevo una vida de recuerdos que permanecen
extraños a los demás”, también era aceptado en El Rosario. Siempre caían naipes
en respuesta al que ella arrojaba, el juego se formalizaba y ya era imposible
distraerse y mirarlo de afuera.
La primera separación duró exactamente cincuenta y dos días
y Risso trató de copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César
durante los seis meses de matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al
mismo restaurante, ver a los mismos amigos, repetir en la rambla silencios y
soledades, caminar de regreso a la pensión sufriendo obcecado las
anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca imágenes
excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de ambiciones irrealizables.
Eran diez o doce cuadras, ahora solo y más lento, a través
de noches molestadas por vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que
separaba la primavera del invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su
desamparo, para saber que la locura que compartían tenía por lo menos la
grandeza de carecer de futuro, de no ser medio para nada. En cuanto a ella,
había creído que Risso daba un lema al amor común cuando susurraba, tendido,
con fresco asombro, abrumado:
-Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y
queriéndonos.
Ya la frase no era un juicio, una opinión, no expresaba un
deseo. Les era dictada e impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada
de lo que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin
salida ni alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser utilizadas y
todo estaba condenado a servir de alimento.
Creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se
extendía un mundo desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban,
poblado por hechos sin valor.
Así que solo pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre
empezó a esperarla en la puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo,
cuando ella misma se fue quitando la ropa.
Era la última semana en El Rosario y ella consideró inútil
hablar de aquello en las cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de
ellos y a la vez nada tenía que ver con ellos; porque ella había actuado como
un animal curioso y lúcido, con cierta lástima por el hombre, con cierto desdén
por la pobreza de lo que estaba agregando a su amor por Risso.
Y cuando volvió a Santa María, prefirió esperar hasta una
víspera de jueves -porque los jueves Risso no iba al diario-, hasta una noche
sin tiempo, hasta una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban vividas.
Lo empezó a contar antes de desvestirse, con el orgullo y la
ternura de haber inventado, simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa,
en mangas de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le
pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la
alfombra y casi sin desplazarse de frente y de perfil, dándole la espalda y
balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella
veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa,
protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a veces solo los imaginaba,
distraída, por el afán de fidelidad en el relato, por la alegría de revivir
aquella peculiar intensidad de amor que había sentido por Risso en El Rosario,
junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie, junto a Risso.
-Bueno; ahora te vestís otra vez -dijo él, con la misma voz
asombrada y ronca que había repetido que todo era posible, que todo sería para
ellos.
Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas.
Durante un rato estuvieron los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas,
el cenicero con el pájaro de pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se
fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a
convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse por anticipado de las
entrevistas de reconciliación.
Hubo después un tiempo largo y malsano en el que Risso
quería volver a tenerla y odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo
imaginable reencuentro. Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco
más que antes. Que era necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a
pagar cualquier precio siempre que no interviniera su voluntad, siempre que
fuera posible volver a tenerla por las noches sin decir que sí ni siquiera con
su silencio.
Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a
escuchar la lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las
sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla
como a una mujer desconocida, cuyos gestos y reacciones debían ser adivinados o
deducidos; como a una mujer preservada y solitaria entre personas y lugares,
que le estaba predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el
primer encuentro.
Casi un mes después del principio de la separación, Gracia
repartió direcciones contradictorias y se fue de Santa María.
-No se preocupe -dijo Guiñazú-. Conozco bien a las mujeres y
algo así estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la
acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está
evidenciando la sinrazón de la parte demandada.
Era aquel un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches
Risso volvía caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia,
avivando su sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo
mejor e increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en
seguida a recordarlos con desesperada codicia.
Risso había destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes.
Se sentía ahora, y para siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña
en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores
en la puerta de su cueva. Solo podía salvarse de la muerte y de la idea de la
muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia. Acurrucado, agitaba los
bigotes y el morro, las patas; solo podía esperar el agotamiento de la furia
ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se vio forzado a empezar a
entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía hombres y actitudes para
las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás, vestidos,
conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para conquistar a un viudo
aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo escaso y que solo
podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal, incomprensión.
Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito
largas y exageradas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo
era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las
fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar
en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está
condenado a perseguir -para él y para ella- la destrucción, la paz definitiva
de la nada.
Pensaba en la muchacha que se paseaba del brazo de dos
amigas en las tardes de la rambla, vestida con los amplios y taraceados
vestidos de tela endurecida que inventaba e imponía el recuerdo, y que
atravesaba la obertura del Barbero que coronaba el concierto dominical de la
banda para mirarlo un segundo. Pensaba en aquel relámpago en que ella hacía girar
su expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le mostraba de frente la
belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en que lo elegía a él,
entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que aquella era la
misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber
sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos
Aires.
Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las
fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el
mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.
La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al
diario ni a la pensión. Y no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal
cuando escuchó la renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones, la
tos estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo. Fueron
a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado sabiendo que
el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba en la sobremesa un
cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no quería mirarle los ojos, que
recitaba comentarios obvios sobre las noticias que UP había hecho llegar al
diario durante la jornada, estaba impregnado de Gracia, o del frenético aroma
absurdo que destila el amor.
-De hombre a hombre -dijo Lanza con resignación-. O de viejo
que no tiene más felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De
un viejo a usted; y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos
hechos y he oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo
creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin
amargura y sin dar las gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una
pierna enferma y la arterioesclerosis, me acuerdo de España, corrijo las
pruebas, escribo y a veces hablo demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia
fotografía y no es posible dudar sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar
por qué me eligieron a mí. Al dorso dice: “Para ser donada a la colección
Risso”, o cosa parecida. Me llegó el sábado y estuve dos días pensando si
dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a
mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le haga bien saber que está loca.
Ahora está usted enterado; solo le pido permiso para romper la fotografía sin
mostrársela.
Risso dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana
la luz del farol de la calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda
desgracia, la venganza, era esencialmente menos grave que la primera, la
traición, pero también mucho menos soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto
como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.
La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa
la abuela de su hija, el jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la
foto estaba nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera,
largo, atravesado y teñido por el reflejo de una botella, mostrando entusiastas
letras en tinta azul.
-Comprenderás que después de esto… -tartamudeó la abuela.
Revolvía el café y miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto
de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de
tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas-. Comprenderás
-repitió con furia, con la voz cómica y envejecida.
Pero no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco
comprendía aunque se esforzara, mirando el sobre que había quedado
enfrentándolo, con un ángulo apoyado en el borde del plato.
Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la
ciudad mezclaban al misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de
los hombres, sus afanes y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que
empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la
comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia.
Sucedía, simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las
lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello. La comprensión sucedía en
él, y él no estaba interesado en saber qué era lo que comprendía, mientras
recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la alargada pasividad del
cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la ventana, escenas antiguas y
futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el ensoberbecido desprecio
por las reglas que todos los hombres habían consentido acatar, el auténtico
asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre el pecho, sin apartar
los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro, temeroso de hacer ruido o
interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en
la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por
las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección
mañana y en los días siguientes.
Estuvo conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le
habían parecido inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la aceptación
de la soledad. Y cuando despertó a mediodía, cuando se aflojó la corbata y el
cinturón y el reloj pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a
tormenta de la ventana, lo invadió por primera vez un paternal cariño hacia los
hombres y hacia lo que los hombres habían hecho y construido. Había resuelto
averiguar la dirección de Gracia, llamarla o irse a vivir con ella. Aquella
noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién
nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es
común perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que
Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que
el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de
los remos delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las
claras de la entidad del mal que lo aqueja.
-Recordando que él hacía Hípicas -contó Lanza-, uno intenta
explicar aquel desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a
un dato que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el
propio caballo. Porque aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos
para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas
las boticas de Santa María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de
hacerlo no fue otra cosa que el razonamiento y la actitud de un hombre
estafado. Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no
logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el
desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo
repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó
caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad
de que la yegua -en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el
escenario los problemas ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro
universal-, la posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había
equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar.
La culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me
había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y
también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba
fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había
equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía
a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la
hermana superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos
de la hija de Risso, segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras
vulnerable.