Escritor uruguayo (1878 – 1937)
El almohadón de plumas
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y
tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo
quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando
volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta
estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. El, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses – se habían casado en abril – vivieron
una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido
cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de
su marido la contenía en seguida.
La casa en que vivían influía no poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas
de mármol – producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el
brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un
largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No
obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún
vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su
marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de
influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía
nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba
indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la
mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su
espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego
los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su
cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día
siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma
detención, ordenándole calma y descanso absolutos.
– No sé – le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz
todavía baja. -Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada…
Si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse
una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio
estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba.
Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin
cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus
pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo
de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y
flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con
los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y
otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
–¡Jordán! ¡Jordán!–clamó, rígida de espanto, sin dejar de
mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio
un alarido de horror.
– ¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a
mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó.
Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide,
apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de
ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras
ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte.
La observaron largo rato en silencio y pasaron al comedor.
-Pst… – se encogió de hombros desalentado su médico.- Es un
caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba!- resopló Jordán. Y tamborileó
bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado
de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no
avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas olas de sangre.
Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un
millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó
más. Apenas podía mover la cabeza.
No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el
almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se
arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió, luego, el conocimiento. Los dos días finales deliró
sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el
dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el
delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos
de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer
la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-Señor – llamó a Jordán en voz baja.-En el almohadón hay
manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez.
Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la
cabeza de Alicia, se veían manchas de sangre.
– Parecen picaduras – murmuró la sirvienta después de un
rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz – le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero en seguida lo dejó caer, y se
quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que
los cabellos se le erizaban.
– ¿Qué hay? – murmuró con la voz ronca.
– Pesa mucho – articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con
él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo.
Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito
de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los
bandos: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas
velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan
hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había
aplicado sigilosamente su boca – su trompa, mejor dicho – a las sienes de
aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción
diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la
joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual,
llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no
es raro hallarlos en los
almohadones de pluma.
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