Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la
muerte
(las pruebas de la muerte son
estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a
agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del
agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha
abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin
amargura,
un hombre que no ignora que el
presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar
la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la
esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios
disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles
que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre
seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.
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